7 oct 2011

SOMA


Doce de la noche. Cero horas.
Doy vueltas en la cama hasta enredarme en las sabanas como un bicho canasto aplastado por una F-100. Me levanto padeciendo en mi cuerpo la abstinencia de los fármacos con los que atravieso los días: un cóctel muy particular de Kerotolac, Clonixinato de Lisina, Ácido Mefenámico. Revuelvo el botiquín del baño solo para ver que no tengo ninguna de las tres drogas genéricas (ni de ninguna clase). Tampoco tengo cigarrillos. Tampoco tengo alcohol. Tampoco tengo dignidad. Y lo que es peor: tampoco tengo plata en la billetera.
Me pongo una campera y salgo a la calle en busca de un cajero automático y una farmacia de turno. Por supuesto: llueve y hace frío, aunque es primavera (creo que- tranquilamente- podría nevar con tal de llevarme la contra).
Diviso un cajero automático. Entro. Ingrese su Clave. Error humano: ingreso mal la clave. El cajero- como un David Copperfield cibernético- hace desaparecer mi tarjeta y con ella la ilusión de mi cóctel fármaco-molotov.  Me duele todo el cuerpo y creo que no tengo la fuerza para darle una patada al cajero y pegarle al duende que vive adentro administrando la plata y exigirle todo el dinero… ¿acaso no ve este objeto inanimado, el duende y esta noche de mierda que estoy desesperada, adolorida, y para colmo, humillada?
Mientras la garúa me moja el pelo en mi camino de vuelta, me fumo el último cigarrillo roto que encontré en un bolsillo de la campera. Ahí me acuerdo de Huxley y del soma, esa droga que los personajes de Un mundo Feliz se clavaban para inmunizar sus sentimientos de dolor. Que bien me vendría tomarme una de esas ahora
Reflexión: Que nunca les falta el Soma en el botiquín… o un buen LSD.


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