Doce de la noche. Cero
horas.
Doy vueltas en la cama hasta
enredarme en las sabanas como un bicho canasto aplastado por una F-100. Me
levanto padeciendo en mi cuerpo la abstinencia de los fármacos con los que atravieso
los días: un cóctel muy particular de Kerotolac, Clonixinato de Lisina, Ácido
Mefenámico. Revuelvo el botiquín del baño solo para ver que no tengo
ninguna de las tres drogas genéricas (ni de ninguna clase). Tampoco tengo
cigarrillos. Tampoco tengo alcohol. Tampoco tengo dignidad. Y lo que es peor:
tampoco tengo plata en la billetera.
Me pongo una campera y salgo a la calle en
busca de un cajero automático y una farmacia de turno. Por supuesto: llueve y
hace frío, aunque es primavera (creo que- tranquilamente- podría nevar con tal
de llevarme la contra).
Diviso un cajero automático. Entro. Ingrese su Clave. Error humano: ingreso
mal la clave. El cajero- como un David Copperfield cibernético- hace
desaparecer mi tarjeta y con ella la ilusión de mi cóctel fármaco-molotov. Me duele todo el cuerpo y creo que no tengo la
fuerza para darle una patada al cajero y pegarle al duende que vive adentro administrando
la plata y exigirle todo el dinero… ¿acaso no ve este objeto inanimado, el
duende y esta noche de mierda que estoy desesperada, adolorida, y para colmo,
humillada?
Mientras la garúa me moja el pelo en mi camino
de vuelta, me fumo el último cigarrillo roto que encontré en un bolsillo de la
campera. Ahí me acuerdo de Huxley y del soma, esa droga que los personajes de Un mundo Feliz se clavaban para inmunizar sus sentimientos de dolor. Que bien me
vendría tomarme una de esas ahora…
Reflexión: Que nunca les falta el Soma en el
botiquín… o un buen LSD.